Los diez mandamientos (Éxodo 20:1-17)

Comentario Bíblico / Producido por el Proyecto de la Teología del trabajo

Los diez mandamientos son la expresión suprema de la voluntad de Dios en el Antiguo Testamento, y ameritan una atención especial de nuestra parte. Se deben considerar no como los diez mandamientos más importantes entre muchos otros, sino como un compendio de la Torá. La base de toda la Torá reposa en los diez mandamientos y dentro de ellos podemos encontrar toda la ley. Jesús expresó la unidad esencial de los diez mandamientos con el resto de la ley cuando resumió la ley en las famosas palabras, “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el grande y el primer mandamiento. Y el segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la ley y los profetas” (Mt 22:37-40). Toda la ley (junto con los profetas) se manifiesta cada vez que se muestran los diez mandamientos.

La unidad esencial de los diez mandamientos con el resto de la ley y su continuidad con el Nuevo Testamento, nos invita a aplicarlos al trabajo actual ampliamente a la luz del resto de la Escritura. Es decir, cuando aplicamos los diez mandamientos, tendremos en cuenta pasajes de la Escritura que se relacionan y que están tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento.

“No tendrás otros dioses delante de mí” (Éxodo 20:3)

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El primer mandamiento nos recuerda que todo lo que está en la Torá surge del amor que tenemos por Dios, lo que a su vez es una respuesta al amor que Él tiene por nosotros. Dios demostró este amor por medio de la liberación de Israel “de la casa de servidumbre” en Egipto (Éx 20:2). Nada en la vida debería interesarnos más que nuestro deseo de amar y ser amados por Dios. Si tenemos algún otro interés mayor que el de amar Dios, no se trata tanto de que estemos rompiendo las reglas de Dios, sino que en realidad no tenemos una relación con Él. El otro interés —ya sea dinero, poder, seguridad, reconocimiento, sexo o cualquier otro— se ha convertido en nuestro dios. Este dios tendrá sus propios mandamientos, los cuales no concuerdan con los de Dios, e inevitablemente incumpliremos la Torá al obedecer sus requerimientos. Obedecer los diez mandamientos solo es posible para aquellos que empiezan por no tener otro dios aparte de Dios.

En el campo del trabajo, esto significa que no debemos permitir que el trabajo o sus requerimientos y frutos desplacen a Dios como nuestro mayor interés en la vida. Como dice David Gill, “nunca permita que nada ni nadie amenace con tomar el lugar principal de Dios en su vida”.[1] Ya que la motivación principal de muchas personas en el trabajo es el beneficio económico, probablemente el deseo desmedido de dinero es el riesgo más común respecto al primer mandamiento. Jesús nos advirtió específicamente acerca de este peligro. “Nadie puede servir a dos señores… No podéis servir a Dios y a las riquezas” (Mt 6:24). Sin embargo, casi todo lo relacionado con el trabajo se puede enredar con nuestros deseos, al punto de interferir con nuestro amor por Dios. ¿Cuántas carreras terminan de manera trágica porque los medios para alcanzar las metas por amor a Dios —tales como el poder político, la sostenibilidad financiera, el compromiso con el trabajo, la posición entre los pares, o el desempeño superior— se vuelven fines en sí mismos? Cuando por ejemplo, el reconocimiento en el trabajo se vuelve más importante que el carácter en el trabajo, ¿no es esta una señal de que la reputación está desplazando el amor a Dios al convertirse en el interés supremo?

Un criterio práctico es preguntarnos si nuestro amor por Dios se refleja en la manera en la que tratamos a las personas en el trabajo. “Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; porque el que no ama a su hermano, a quien ha visto, no puede amar a Dios a quien no ha visto. Y este mandamiento tenemos de Él: que el que ama a Dios, ame también a su hermano” (1Jn 4:20-21). Si ponemos nuestros intereses individuales por encima de nuestro interés por los compañeros de trabajo, nuestros jefes y otras personas alrededor, entonces hemos convertido nuestros intereses individuales en nuestro dios. Concretamente, si tratamos a las personas como cosas para manipular, obstáculos para vencer, instrumentos para obtener lo que queremos, o simplemente objetos neutrales en nuestro campo visual, entonces demostramos que no amamos a Dios con todo nuestro corazón, alma y mente.

En este contexto, podemos comenzar a nombrar algunas acciones relacionadas con el trabajo que tienen un alto potencial de interferir con nuestro amor por Dios. Por ejemplo, hacer un trabajo que atente contra nuestra conciencia; trabajar en una organización en la que tenemos que herir a otros para ser exitosos; trabajar tanto que no tengamos tiempo para orar, adorar, descansar y afianzar nuestra relación con Dios de otras maneras; trabajar en medio de personas que nos incitan a bajar nuestros estándares morales o nos lleven a amar algo diferente a Dios; trabajar en un lugar donde el alcohol, el abuso de drogas, la violencia, el acoso sexual, la corrupción, el irrespeto, el racismo y otros tipos de tratos inhumanos deterioren la imagen de Dios en nosotros y en las personas que encontramos en nuestro trabajo. Si es posible, sería sabio encontrar formas de evitar estos peligros en el trabajo —incluso si eso significa buscar otro trabajo. Si esto no es posible, al menos debemos reconocer que necesitamos ayuda para preservar nuestro amor por Dios al realizar nuestro trabajo.

David W. Gill, Doing Right: Practicing Ethical Principles [Hacer lo correcto: practicando principios éticos] (Downers Grove, IL: IVP Books, 2004), 83. El libro de Gill merece una atención especial, ya que contiene una exégesis y aplicación extendida de los diez mandamientos en el mundo moderno.

“No te harás ídolo” (Éxodo 20:4)

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El segundo mandamiento plantea el tema de la idolatría. Los ídolos son dioses que creamos nosotros mismos, dioses que no tienen nada que no hayamos originado nosotros, dioses que sentimos que controlamos. En tiempos antiguos, la idolatría se evidenciaba en la adoración de objetos físicos, pero el problema realmente radica en la confianza y la devoción. ¿En qué basamos principalmente nuestra esperanza de bienestar y éxito? Cualquier cosa que no sea capaz de hacer efectiva nuestra esperanza —quiere decir, nadie aparte de Dios— es un ídolo, sea o no un objeto físico. La historia de una familia que forja un ídolo con la intención de manipular a Dios y las desastrosas consecuencias personales, sociales y económicas que esto causó, se relatan de forma memorable en Jueces 17 al 21.

En el mundo del trabajo, es común y correcto señalar que el dinero, la fama y el poder son ídolos potenciales. Estos como tal no representan ídolos, y de hecho pueden ser necesarios para que desempeñemos nuestros roles en el trabajo creativo y redentor de Dios en el mundo. Aun así, cuando nos imaginamos que tenemos el control absoluto sobre estos, o que al lograrlos garantizamos nuestra seguridad y prosperidad, hemos comenzado a caer en idolatría. Lo mismo puede ocurrir con casi todos los demás elementos del éxito, incluyendo la preparación, el trabajo duro, la creatividad, el riesgo, la riqueza y otros recursos, y las circunstancias favorables. Como trabajadores, debemos reconocer la importancia de estos aspectos; como hijos de Dios, debemos reconocer cuándo comenzamos a idolatrarlos. Por la gracia de Dios podemos vencer la tentación de adorar estos elementos que son buenos por sí mismos. El desarrollo de la sabiduría y la habilidad genuinamente piadosas en cualquier tarea es “para que tu confianza esté en el Señor” (Pro 22:19; énfasis agregado).

El elemento característico de la idolatría es que un ídolo por naturaleza es creado por un ser humano. En el trabajo, un peligro de la idolatría surge cuando pensamos que nuestro poder, conocimiento y opiniones son la verdad absoluta. Cuando dejamos de evaluarnos a nosotros mismos con los estándares que establecemos para otros, dejamos de escuchar las ideas de los demás o buscamos doblegar a aquellos que están en desacuerdo con nosotros, ¿no nos estamos comenzando a convertir en ídolos?

“No tomarás el nombre del Señor tu Dios en vano” (Éxodo 20:7)

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El tercer mandamiento le prohíbe al pueblo darle un uso indebido al nombre de Dios. Esto no se limita al nombre “YHWH” (Éx 3:15), sino que incluye “Dios”, “Jesús”, “Cristo”, etc. Pero, ¿qué significa tomar Su nombre en vano? Por supuesto, esto incluye el uso irrespetuoso al maldecir, calumniar y blasfemar. Pero de igual forma, incluye el atribuirle a Dios los designios humanos equivocadamente. Esto nos prohíbe declarar que nuestras acciones o decisiones tienen la autoridad de Dios. Lamentablemente, pareciera que algunos cristianos creen que seguir a Dios en el trabajo consiste en hablar de Dios basándose en su comprensión individual, en vez de hacerlo trabajando con otros de forma respetuosa o haciéndose responsables de sus actos. Es muy peligroso decir, “es la voluntad de Dios que…” o “Dios te está impulsando a…”, y casi nunca es válido cuando lo dice alguien sin el discernimiento de la comunidad de la fe (1Ts 5:20-21). Desde este punto de vista, la renuencia tradicional judía a pronunciar incluso la palabra en español “Dios” —y aún más el nombre divino como tal— demuestra una sabiduría que con frecuencia le falta a los cristianos. Si fuéramos un poco más cuidadosos de no usar la palabra “Dios” a la ligera, tal vez seríamos más prudentes al afirmar que sabemos cuál es la voluntad de Dios, especialmente cuando aplica para otras personas.

El tercer mandamiento también nos recuerda que respetar los nombres de los seres humanos es importante para Dios. El Buen Pastor “llama a Sus ovejas por su nombre” (Jn 10:3) y al mismo tiempo nos advierte que si llamamos a otra persona “idiota”, entonces corremos “peligro de caer en los fuegos del infierno” (Mt 5:22 NTV). Teniendo esto en cuenta, no deberíamos usar de forma incorrecta los nombres de otras personas ni llamarlas con apelativos irrespetuosos. Es indebido usar los nombres de las personas para maldecir, humillar, oprimir, excluir y defraudar. Le damos un uso correcto a los nombres cuando los usamos para animar, agradecer, sembrar solidaridad y recibir a otros. Tan solo memorizar el nombre de alguien y decirlo es una bendición, especialmente si a él o ella los tratan con frecuencia como anónimos, invisibles o insignificantes. ¿Usted sabe cuál es el nombre de la persona que vacía su bote de basura, responde su llamada de servicio al cliente, o conduce su autobús? Aunque estos ejemplos no conciernen al nombre mismo de Dios, sí se refieren al nombre de aquellos que han sido creados a Su imagen.

“Acuérdate del día de reposo para santificarlo. Seis días trabajarás” (Éxodo 20:8-11)

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El asunto del Sabbath es complejo, no solo en el libro de Éxodo y el Antiguo Testamento, sino también en la teología y la práctica cristiana. La primera parte del mandamiento ordena que cesen las labores durante uno de siete días. Las otras referencias al Sabbath en Éxodo están en el capítulo 16 (sobre recoger el maná), Éxodo 23:10-12 (el séptimo año y el objetivo del descanso semanal), Éxodo 31:12-17 (la sanción por el incumplimiento), Éxodo 34:21 y Éxodo 35:1-3. En el contexto del mundo antiguo, solamente Israel tenía el Sabbath. Por una parte, este era un regalo inigualable para ellos. Ningún otro pueblo antiguo tenía el privilegio de descansar durante uno de siete días. Por otra parte, este requería una confianza extraordinaria en la provisión de Dios. Seis días de trabajo debían ser suficientes para sembrar, recoger la cosecha, llevar el agua, tejer las telas y tomar su sustento de la creación. Mientras que Israel descansaba un día de cada semana, las naciones alrededor seguían forjando sus espadas, arreglando sus flechas y entrenando soldados. Israel tuvo que confiar que Dios no dejaría que un día de descanso los llevara a la catástrofe económica y militar.

Actualmente, nosotros enfrentamos el mismo tema de confianza en la provisión de Dios. Si acatamos el mandamiento de guardar el ciclo propio de Dios de trabajo y descanso, ¿seremos capaces de competir en la economía moderna? ¿Debemos dedicarle siete días a mantener un trabajo (o dos o tres), limpiar la casa, preparar las comidas, cortar el césped, lavar el auto, pagar las cuentas, terminar el trabajo escolar y comprar la ropa, o podemos confiar en que Dios proveerá para nosotros incluso si nos tomamos un día cada semana? ¿Podemos dedicarle tiempo a adorar a Dios, orar y reunirnos con otros para estudiar y animarnos y, si lo hacemos, eso nos hará más o menos productivos en general? El cuarto mandamiento no explica cómo Dios hará que todo nos salga bien, simplemente nos dice que descansemos un día de cada siete.

Los cristianos han traducido el día de descanso como el día del Señor (el domingo, el día de la resurrección de Cristo), pero la esencia de Sabbath no es escoger un día en particular de la semana por encima de otro (Ro 14:5-6). La polaridad que realmente es la base del Sabbath es trabajo y descanso. Tanto el trabajo como el descanso están incluidos en el cuarto mandamiento. Los seis días de trabajo hacen parte del mandamiento, igual que el día de descanso. Aunque muchos cristianos corren peligro de permitir que el trabajo disminuya el tiempo reservado para el descanso, otros están en peligro de lo opuesto, de reducir el tiempo de trabajo y tratar de vivir una vida de ocio y derroche. Esto es incluso peor que incumplir el Sabbath, ya que “si alguno no provee para los suyos, y especialmente para los de su casa, ha negado la fe y es peor que un incrédulo” (1Ti 5:8). Necesitamos un ritmo apropiado de trabajo y descanso, lo que es bueno para nosotros, nuestra familia, nuestros trabajadores y nuestros visitantes. El ritmo puede o no incluir veinticuatro horas continuas de descanso el domingo (o el sábado). Las proporciones pueden cambiar de acuerdo con las necesidades temporales (el equivalente moderno de sacar un buey de un hoyo en el Sabbath, ver Lucas 14:5) o las necesidades cambiantes de las temporadas de la vida.

Si nuestro principal peligro es el exceso de trabajo, debemos encontrar una forma de honrar el cuarto mandamiento sin instituir un legalismo nuevo y falso, poniendo lo espiritual (la adoración los domingos) contra lo secular (el trabajo de lunes a sábado). Si nuestro peligro es eludir el trabajo, debemos aprender a encontrar gozo y significado en nuestra labor, como un servicio para Dios y nuestro prójimo (Ef 4:28).

“Honra a tu padre y a tu madre” (Éxodo 20:12)

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Hay muchas maneras de honrar (o deshonrar) a padre y madre. En el tiempo de Jesús, los fariseos querían restringirlo a hablar bien de los padres, pero Jesús señaló que obedecer este mandamiento requiere trabajar para proveer para los padres (Mr 7:9-13). Honramos a otros cuando trabajamos para su bien.

Para muchas personas, las buenas relaciones con los padres son una de las alegrías de la vida; servirlos amorosamente es un deleite y obedecer esto es fácil. Pero este mandamiento nos pone a prueba cuando nos resulta difícil trabajar para el beneficio de nuestros padres. Tal vez no hayamos recibido el mejor trato o cuidado de parte de ellos. Puede que sean controladores o entrometidos. Es posible que estar cerca de ellos perjudique nuestra auto-imagen, nuestro compromiso con nuestros cónyuges (incluyendo las responsabilidades bajo el tercer mandamiento), e incluso nuestra relación con Dios. Aunque tengamos una buena relación con nuestros padres, puede que en algún momento cuidarlos sea una gran carga, simplemente por causa del tiempo y del trabajo que requiere. Si la edad o la demencia les roba la memoria, sus capacidades y su naturaleza bondadosa, cuidarlos se puede convertir en una aflicción profunda.

Con todo, el quinto mandamiento viene con una promesa, “para que tus días sean prolongados en la tierra que el Señor tu Dios te da” (Éx 20:12). De alguna manera, honrar a padre y madre en estas formas concretas tiene el beneficio práctico de darnos una vida más larga (tal vez en el sentido de que es más gratificante) en el reino de Dios. No se nos explica cómo va a ocurrir esto, pero se nos dice que debemos esperar que suceda, y para eso debemos confiar en Dios  (ver el primer mandamiento).

Ya que esta es una instrucción de trabajar por el beneficio de los padres, es un mandato que de forma inherente se relaciona con el lugar de trabajo. Puede que allí sea donde ganamos dinero para sustentarlos o puede ser el lugar en el que les ayudamos en las tareas diarias. Los dos son trabajo. Cuando tomamos un empleo porque nos permite vivir cerca de ellos, enviarles dinero, hacer uso de los valores y talentos que desarrollaron en nosotros o lograr cosas que nos enseñaron que son importantes, los estamos honrando. Cuando limitamos nuestra carrera para poder estar con ellos, ayudarles a limpiar y cocinar, darles un baño y abrazarlos, llevarlos a los lugares que les gustan, o disminuir sus miedos, los estamos honrando.

También debemos reconocer que en muchas culturas, el trabajo que las personas realizan fue impuesto por sus padres y por las necesidades familiares, en vez de ser su propia decisión o preferencia. Algunas veces, esto representa un gran conflicto para los cristianos que encuentran que los requerimientos del primer mandamiento (seguir el llamado de Dios) y el quinto compiten uno contra el otro. Ellos se ven forzados a tomar decisiones difíciles  que los padres no comprenden. Incluso Jesús experimentó tal malentendido con sus padres cuando María y José no entendieron por qué se había quedado en el templo mientras su familia había partido hacia Jerusalén (Lc 2:49).

En nuestro lugar de trabajo podemos ayudarle a otras personas a cumplir el quinto mandamiento y podemos obedecerlo nosotros mismos. Podemos recordar que tanto empleados, como clientes, compañeros de trabajo, jefes, proveedores y los demás también tienen familias, y entonces podemos adecuar nuestras expectativas para apoyarlos en su labor de honrar a sus familias. Cuando otros hablan o se quejan de sus luchas con sus padres, podemos escucharlos con compasión, apoyarlos de forma práctica (por ejemplo, ofreciéndonos a tomar un turno para que puedan estar con sus padres), tal vez ofrecer una perspectiva piadosa para que ellos la consideren, o simplemente reflejar la gracia de Cristo para aquellos que sienten que están fallando en sus relaciones de padres e hijos.

“No matarás” (Éxodo 20:13)

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Desafortunadamente, el sexto mandamiento tiene una aplicación demasiado práctica en el lugar de trabajo moderno, en donde el diez por ciento de las muertes relacionadas con el trabajo son asesinatos (en los Estados Unidos).[1] Sin embargo, es probable que amonestar a los lectores de este artículo a “no asesinar a nadie en el trabajo” no cambie estas estadísticas significativamente.

El asesinato no es la única forma de violencia en el lugar de trabajo, solo es la más extrema. Jesús dijo que incluso la ira es una violación del sexto mandamiento (Mt 5:21-22). Como lo señaló Pablo, puede que no seamos capaces de prevenir el sentimiento de la ira, pero sí podemos aprender a sobrellevarlo. “Airaos, pero no pequéis; no se ponga el sol sobre vuestro enojo” (Ef 4:26). Entonces, puede que la implicación más importante del sexto mandamiento para el trabajo sea, “si te enojas en el trabajo, pide ayuda para manejar la ira”. Muchos empleados, iglesias, gobiernos estatales y locales y organizaciones sin ánimo de lucro ofrecen clases y consejería en el manejo de la ira, y hacer uso de esto puede ser una forma altamente efectiva de obedecer el sexto mandamiento.

Quitarle la vida a alguien intencionalmente es lo que definimos como asesinato, pero la ley derivada de casos que surge del sexto mandamiento también nos muestra la obligación de prevenir las muertes no intencionales. Un caso particularmente gráfico es cuando una persona era corneada por un buey (un animal que hace parte de trabajo) y esto le causaba la muerte (Éx 21:28-29). Si el evento era predecible, el dueño del buey debía ser tratado como un asesino. En otras palabras, los dueños o administradores son responsables de garantizar la seguridad en el trabajo dentro de lo que sea posible. Este principio está bien establecido legalmente en la mayoría de países, y la seguridad laboral es objeto de vigilancia gubernamental, autorregulación por parte de la industria y políticas y prácticas organizacionales. A pesar de esto, muchos tipos de trabajo siguen exigiendo o permitiendo que los trabajadores realicen sus labores en condiciones innecesariamente inseguras. El sexto mandamiento les recuerda a los cristianos cuyo rol está relacionado con el establecimiento de condiciones de trabajo, supervisión de trabajadores o el diseño de prácticas laborales, que las condiciones seguras de trabajo deben estar entre sus más altas prioridades en el mundo laboral.

Ficha informativa: tiroteos en el trabajo en el año 2010, United States Department of Labor [Departamento de trabajo de los Estados Unidos], Bureau of Labor Statistics [Oficina de estadísticas laborales], http://www.bls.gov/iif/oshwc/cfoi/osar0014.htm.

“No cometerás adulterio” (Éxodo 20:14)

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El trabajo es uno de los lugares más comunes en donde ocurre el adulterio, no necesariamente porque suceda en el sitio como tal, sino porque surge de las condiciones de trabajo y las relaciones con los compañeros. Por esto, la primera aplicación en el lugar de trabajo es literal: una persona casada no debe tener relaciones sexuales en su trabajo o como consecuencia de este, con alguien que no sea su cónyuge. Claramente esta regla excluye los trabajos como la prostitución, la pornografía y la terapia sexual, al menos en la mayoría de los casos. Cualquier clase de trabajo que debilite el vínculo matrimonial infringe el séptimo mandamiento. Hay muchas maneras en las que esto puede ocurrir: en un trabajo que fomenta fuertes vínculos emocionales entre compañeros y no favorece de manera adecuada el compromiso con los cónyuges, como puede ocurrir en hospitales, en iniciativas de emprendimiento, instituciones académicas o iglesias, entre otros lugares; con unas condiciones laborales que lleven a las personas a tener un contacto físico cercano por periodos extensos de tiempo o que fallen en promover límites razonables para los encuentros fuera del horario laboral, como puede pasar en trabajos extensos de campo; un trabajo que expone a las personas al acoso sexual y a la presión de tener relaciones sexuales con los que están al mando; el trabajo que exagera el ego o expone a la adulación, como puede ocurrir con las celebridades, atletas famosos, titanes de negocios, oficiales del gobierno de alto rango y personas adineradas; un trabajo que demande tanto tiempo lejos del cónyuge (física, mental o emocionalmente) que corroa los lazos entre esposos. Todos estos ejemplos pueden representar riesgos para los cristianos, quienes deben reconocerlos, evitarlos, mitigarlos o prevenirlos. Sin embargo, la seriedad del séptimo mandamiento surge no tanto porque el adulterio represente las relaciones sexuales ilícitas, sino porque rompe un pacto decretado por Dios. Dios creó al esposo y la esposa para que fueran “una sola carne” (Gn 2:24) y el comentario de Jesús acerca del séptimo mandamiento resalta el rol de Dios en el pacto matrimonial, “Lo que Dios ha unido, ningún hombre lo separe” (Mt 19:6). Por lo tanto, cometer adulterio no se trata únicamente de tener relaciones sexuales con quien no se debe, sino que también es romper un pacto con el Señor Dios. De hecho, el Antiguo Testamento usa con frecuencia la palabra adulterio y las metáforas que la rodean para referirse no al pecado sexual sino a la idolatría. A menudo, los profetas se refieren a la deslealtad de Israel frente al pacto de adorar solamente a Dios como “adulterio” o “prostitución”, como en Isaías 57:3, Jeremías 3:8, Ezequiel 16:38 y Oseas 2:2, entre muchos otros. Por esto, cualquier quebranto de fe con el Dios de Israel es adulterio en sentido figurado, ya sea que involucre sexo ilícito o no. Este uso del término “adulterio” reúne el primer mandamiento, el segundo y el séptimo, y nos recuerda que los diez mandamientos son expresiones de un solo pacto con Dios y no un tipo de lista de las diez normas más importantes.

Así pues, es necesario evitar los trabajos que nos llevan a adorar otros dioses o nos exigen hacerlo. Es difícil imaginar cómo un cristiano podría trabajar como lector del tarot, creador de arte o música idólatra, o editor de libros blasfemos. Los actores cristianos pueden encontrar dificultades al interpretar roles profanos, antirreligiosos o de bajos estándares espirituales. Todo lo que hacemos en la vida, incluyendo el trabajo, tiende en cierta medida a mejorar o deteriorar nuestra relación con Dios. Por un tiempo prolongado, el estrés laboral constante que hace que decaigamos espiritualmente puede llegar a ser devastador. Sería bueno que incluyéramos este factor al tomar decisiones respecto a nuestra carrera, en cuanto sea posible.

El aspecto distintivo de los pactos que quebranta el adulterio es que son pactos con Dios. Pero, ¿no es toda promesa o acuerdo hecho por un cristiano un pacto con Dios de manera implícita? Pablo nos exhorta, “Y todo lo que hacéis, de palabra o de hecho, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús” (Col 3:17). Sin duda, los contratos, promesas o acuerdos son cosas que hacemos de palabra o de hecho, o ambos. Si lo hacemos todo en el nombre del Señor Jesús, no es posible que algunas promesas se deban cumplir porque son pactos con Dios mientras que otras se puedan incumplir porque son meramente humanas. Debemos cumplir todos nuestros compromisos y no persuadir a otros para que incumplan los suyos. Si tomamos Éxodo 20:14 y las enseñanzas que surgen del pasaje en el Antiguo y el Nuevo Testamento, podemos encontrar que una buena derivación del séptimo mandamiento en el mundo laboral es “cumpla sus promesas y ayude a otros a cumplir las de ellos”.

“No hurtarás” (Éxodo 20:15)

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El octavo mandamiento también toma el trabajo como tema principal. El robo es una vulneración del trabajo justo, ya que despoja a la víctima de los frutos de su labor. También es una violación del mandamiento de trabajar seis días a la semana, ya que en la mayoría de los casos, el robo funciona como un atajo para evitar el trabajo honesto, lo que nos muestra de nuevo la interrelación de los diez mandamientos. Así que podemos tomar esto como palabra de Dios: no debemos robarle a nuestros jefes, a nuestros compañeros ni otras personas en nuestro trabajo.

El robo ocurre de muchas formas aparte de la tradicional de quitarle algo a alguien directamente. Incurrimos en hurto cuando tomamos algo de valor del dueño legítimo sin su consentimiento. Robar es malversar recursos o fondos para nuestro uso personal. Recurrir al engaño para realizar ventas, ganar cuota de mercado o aumentar los precios es robar, porque la falsedad implica que lo que se acuerda con el comprador no es la situación real (consulte la sección sobre “La exageración” en Verdad y Engaño para más información sobre este tema). De igual forma, robar es sacar beneficio económico aprovechándose del consentimiento que algunas personas pueden dar por causa de sus miedos, vulnerabilidad, indefensión o desesperación. Robar también es violar los derechos sobre patentes, derechos de autor y otras leyes de propiedad intelectual, ya que esto no permite que los dueños reciban el pago por su creación bajo los términos de la ley civil.

Desafortunadamente, parece que muchos empleos requieren que las personas se aprovechen de la ignorancia de otros o de su falta de alternativas, para forzarlos a participar en operaciones en las que de otra manera no lo harían. Algunas compañías, gobiernos, individuos, uniones y otros actores pueden usar su poder para forzar a otros a que acepten injusticias en cuanto a sus salarios, precios, términos financieros, condiciones laborales, horas de trabajo y otros factores. Aunque tal vez no robemos bancos, tiendas ni a nuestros jefes, es muy probable que estemos participando en prácticas injustas o poco éticas que privan a los demás de los derechos que deberían tener. Resistirnos a participar en estas prácticas puede ser difícil e incluso limitante en nuestras carreras, pero somos llamados a hacerlo a pesar de todo.

“No darás falso testimonio contra tu prójimo” (Éxodo 20:16)

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El noveno mandamiento honra el derecho a la reputación.[1]  Este se aplica de forma significativa en los procedimientos legales, en donde lo que las personas dicen describe la realidad y determina el rumbo de vidas humanas. Las decisiones judiciales y los demás procesos legales tienen un gran poder; por lo tanto, manipularlos constituye una ofensa bastante grave ya que le resta valor al tejido ético social. Walter Brueggemann dice que este mandamiento reconoce “que la vida en comunidad no es posible a menos que exista un escenario en donde el público confíe que se describirá y reportará fiablemente la realidad social”.[2]

Aunque se formula en lenguaje judicial, el noveno mandamiento también aplica a un amplio rango de situaciones que se relacionan con prácticamente todos los aspectos de la vida. Nunca debemos decir ni hacer algo que distorsione la imagen de otra persona. Brueggemann aporta más ideas al respecto:

Los políticos buscan destruirse unos a otros en campañas negativas; los columnistas chismosos alimentan la calumnia; y en las salas de estar de los cristianos, se destruyen o manchan reputaciones mientras se disfruta de una taza de café servida con un postre en vajillas finas. Estas son en realidad salas de tribunal que funcionan sin el proceso que dicta la ley. Se hacen acusaciones; se permiten los rumores; se expresan calumnias, perjurio y comentarios difamatorios sin ninguna objeción. Sin evidencias, sin defensa. Como cristianos, debemos abstenernos de participar o tolerar cualquier conversación en la que se difame una persona que no esté allí para defenderse. No es correcto difundir rumores de ninguna manera, ni como peticiones de oración o preocupaciones pastorales. Más que simplemente no participar, los cristianos deben detener los rumores y a aquellos que los divulgan.[3]

Algunas veces, los rumores se relacionan con temas personales externos al trabajo, lo cual ya es bastante cruel. Pero, ¿qué hay de los casos en los que un empleado mancha la reputación de un compañero de trabajo? ¿Realmente se puede encontrar la verdad cuando aquellos que son objeto de las habladurías no están allí para hablar por sí mismos? ¿Y qué hay de las evaluaciones de rendimiento? ¿Qué garantías deben existir para asegurar que los reportes son justos y precisos? A mayor escala, la industria de mercadeo y publicidad opera en el espacio público entre organizaciones e individuos. En aras de presentar los productos propios y servicios de la mejor manera, ¿hasta qué punto se pueden indicar los defectos y debilidades de los competidores sin incorporar la perspectiva de ellos? ¿Los derechos de “su prójimo” pueden incluir los derechos de otras compañías?

En realidad, el alcance de nuestra economía global sugiere que este mandato puede tener una aplicación bastante amplia. En un mundo en el que con frecuencia la percepción cuenta como realidad, la retórica de la persuasión efectiva  puede que  tenga o no algo, o mucho, que ver con la verdad genuina. El origen divino de este mandato nos recuerda que tal vez las personas no puedan detectar si nuestra representación de otros es precisa o no, pero Dios no puede ser burlado. Es bueno hacer lo correcto cuando nadie está mirando. Con este mandato entendemos que debemos decir lo correcto cuando cualquiera esté escuchando (Consulte Verdad y Engaño para una discusión más amplia acerca de este tema, incluyendo si la prohibición de “falso testimonio contra su prójimo” incluye todas las formas de mentir y engañar).

Walter Brueggemann, “The Book of Exodus,” in vol. 1, in The New Interpreter’s Bible: Genesis to Leviticus (Nashville: Abingdon Press, 1994), 431. 

Walter Brueggemann, “The Book of Exodus,” in vol. 1, in The New Interpreter’s Bible: Genesis to Leviticus (Nashville: Abingdon Press, 1994), 848.

Walter Brueggemann, “The Book of Exodus,” in vol. 1, The New Interpreter’s Bible: Genesis to Leviticus (Nashville: Abingdon Press, 1994), 432.

“No codiciarás… Nada que sea de tu prójimo” (Éxodo 20:17)

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La envidia y la codicia pueden surgir en cualquier lugar, incluyendo el trabajo, en donde el estatus, el pago y el poder son factores rutinarios en nuestras relaciones con personas con las que pasamos bastante tiempo. Tal vez tengamos muchas razones buenas para desear el éxito, el progreso o la recompensa en el trabajo, pero la envidia no es una de ellas, y tampoco lo es trabajar obsesivamente por la posición social que esto pueda traer siendo motivados por la envidia.

Concretamente, en el trabajo enfrentamos la tentación de exagerar falsamente nuestros logros a costa de los demás. El antídoto es simple, aunque a veces es difícil. Debemos reconocer los logros de otros y darles todo el crédito que merecen, y hacer de esta una práctica consistente. Cuando aprendemos a alegrarnos con los éxitos de los demás —o al menos a reconocerlos—, atacamos la esencia de la envidia y la codicia en el trabajo. Mejor aún, si aprendemos a trabajar para que nuestro éxito vaya mano a mano con el éxito de los demás, la codicia se reemplaza con la colaboración y la envidia con la unidad.Leith Anderson, antiguo pastor de la iglesia Wooddale Church en Eden Prairie, Minnesota, dice “ser el pastor principal es como tener una provisión ilimitada de monedas en mi bolsillo. Cada vez que le doy crédito a un miembro del staff por una idea buena, elogio el trabajo de un voluntario o le doy gracias a alguien, es como si pusiera una de mis monedas en sus bolsillos. Ese es mi trabajo como líder, poner monedas de mi bolsillo en el bolsillo de otros, para aumentar el aprecio que otras personas tienen por ellos.”[1]

Reportado por William Messenger, de una conversación con Leith Anderson el 20 de octubre del 2004, en Charlotte, Carolina del Norte.