Nuestro gran sumo sacerdote (Hebreos 5:1 - 10:18)

Comentario Bíblico / Producido por el Proyecto de la Teología del trabajo

El tema de Jesús como nuestro gran sumo sacerdote predomina en la sección central del libro. Tomando Salmos 110 como su guía, el autor de Hebreos argumenta que el Mesías estaba destinado a ser “sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec” (Heb 5:6), y que este sacerdocio es superior al sacerdocio de los levitas que supervisaban la vida religiosa de Israel. De acuerdo con Hebreos, el sacerdocio antiguo bajo el antiguo pacto, no podía quitar los pecados genuinamente, sino que solo podía recordarle a las personas sus pecados con los sacrificios interminables que ofrecían los sacerdotes mortales imperfectos. El sacerdocio de Jesús ofrece un sacrificio definitivo para siempre y nos ofrece un mediador que vive eternamente para interceder por nosotros. Aquí haremos énfasis en las implicaciones de los temas del sacrificio y la intercesión en la forma en la que afrontamos nuestro trabajo.

Nuestro servicio es posible gracias al sacrificio de Cristo (Hebreos 5:1 - 7:28)

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Por medio de Su sacrificio, Jesús logró quitar el pecado humano para siempre. “Pero Él [Cristo], habiendo ofrecido un solo sacrificio por los pecados para siempre, se sentó a la diestra de Dios… Porque por una ofrenda Él ha hecho perfectos para siempre a los que son santificados” (Heb 10:12, 14). “No necesita, como aquellos sumos sacerdotes, ofrecer sacrificios diariamente, primero por sus propios pecados y después por los pecados del pueblo; porque esto lo hizo una vez para siempre, cuando se ofreció a Sí mismo” (Heb 7:27). A esta expiación completa del pecado se le conoce comúnmente como “la obra de Cristo”.

Puede que parezca que el perdón de los pecados es un tema puramente eclesial o espiritual sin implicaciones en nuestro trabajo, pero no es así. Por el contrario, el sacrificio definitivo de Jesús promete liberar a los cristianos para que tengan una vida de servicio con pasión para Dios en todas las áreas de la vida. El texto resalta las consecuencias éticas —es decir, prácticas— del perdón en Hebreos 10:16, “Pondré Mis leyes en su corazón, y en su mente las escribiré”. En otras palabras, los que somos perdonados desearemos hacer la voluntad de Dios (en nuestros corazones) y recibiremos la sabiduría, visión y habilidad para hacerlo (en nuestras mentes).

¿Cómo es esto? Muchas personas consideran las actividades de la iglesia prácticamente de la misma forma en la que algunos israelitas veían los rituales del antiguo pacto. Estas personas consideran que, si vamos a ponernos del lado de Dios, necesitamos hacer algunos actos religiosos, ya que parece que eso es lo que a Dios le interesa. Ir a la iglesia es una forma agradable y fácil de cumplir el requisito, aunque el problema es que debemos seguir haciéndolo cada semana para que la “magia” no se acabe. La supuesta buena noticia es que una vez que cumplimos con nuestras obligaciones religiosas, somos libres de seguir con nuestros asuntos sin pensar mucho en Dios. No hacemos nada horrendo, por supuesto, pero básicamente caminamos solos hasta que volvemos a llenar nuestras cubetas del favor de Dios asistiendo a la iglesia la semana siguiente.

El libro de Hebreos destruye esta forma de ver a Dios. Aunque el sistema levítico fue parte de los buenos propósitos de Dios para Su pueblo, siempre estuvo destinado a apuntar más allá de sí mismo, al sacrificio futuro y definitivo de Cristo. No era un dispensario mágico del favor de Dios, sino una caja para el viaje. Ahora que Cristo ya vino y se ofreció a Sí mismo por nosotros, podemos experimentar el perdón genuino de los pecados directamente por medio de la gracia de Dios. Ya no tiene sentido hacer limpiezas rituales de por vida. No tenemos recipientes que deban ser —o puedan ser— llenadas con el favor de Dios por medio de actividades religiosas. Al confiar en Cristo y Su sacrificio, somos justificados frente a Dios. Hebreos 10:5 lo dice muy claramente: “Por lo cual, al entrar Él [Cristo] en el mundo, dice: Sacrificio y ofrenda no has querido, pero un cuerpo has preparado para Mí” (Heb 10:5).

Por supuesto, esto no significa que los cristianos no deban ir a la iglesia o que los rituales no caben en la adoración cristiana. Más bien, lo que es crucial es que el sacrificio consumado de Cristo dice que nuestra adoración no es un ejercicio religioso independiente separado del resto de nuestra vida. Más bien, es un “sacrificio de alabanza” (Heb 13:15) que revitaliza nuestra conexión con nuestro Señor, purifica nuestra conciencia, santifica nuestra voluntad y por tanto, nos libera para servir a Dios todos los días, donde sea que estemos.

Somos santificados para servir. Cristo dice, “He aquí, Yo he venido (en el rollo del libro está escrito de Mí) para hacer, oh Dios, Tu voluntad” (Heb 10:7). El servicio es el resultado inevitable del perdón de Dios. “¿Cuánto más la sangre de Cristo, el cual por el Espíritu eterno se ofreció a Sí mismo sin mancha a Dios, purificará vuestra conciencia de obras muertas para servir al Dios vivo?” (Heb 9:14).[1]

Entonces, irónicamente, un enfoque en el trabajo celestial y sacerdotal de Cristo debería llevarnos a servir de una forma tremendamente práctica en el mundo. El sacrificio que ofreció Cristo, que lleva finalmente a la renovación del cielo y de la tierra (Heb 12:26; ver también Ap 21:1), se dio aquí en la Tierra. Así también nuestro propio servicio se da aquí en la rudeza de la vida diaria. Sin embargo, caminamos y trabajamos en este mundo confiando en que Jesús caminó antes que nosotros y completó el mismo viaje que estamos haciendo. Esto nos da la confianza de que nuestro trabajo para Él en todas las áreas de la vida no será en vano.

En algunas versiones dice “adorar” en vez de “servir”. “Adorar” ciertamente es una traducción posible del término griego latreuein, el cual, como el hebreo abad, puede significar tanto “adoración” como “servicio”. Sin embargo, en este contexto, son muy pocas las traducciones que usan la palabra “adorar”. La mayoría usa el término “servir”.

La intercesión de Cristo empodera nuestra vida y nuestro trabajo (Hebreos 7:1 - 10:18)

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Los sacerdotes en el antiguo pueblo de Israel no solo ofrecían sacrificios por las personas, sino que también ofrecían oraciones de intercesión. De igual forma, Jesús ora por nosotros ante el trono de Dios (Heb 7:25). “Él [Jesús] también es poderoso para salvar para siempre a los que por medio de Él se acercan a Dios, puesto que vive perpetuamente para interceder por ellos” (Heb 7:25). “Cristo no entró en un lugar santo hecho por manos, una representación del verdadero, sino en el cielo mismo, para presentarse ahora en la presencia de Dios por nosotros” (Heb 9:24). Necesitamos que Jesús esté intercediendo por nosotros “siempre” en la presencia de Dios porque seguimos pecando, no alcanzamos Sus estándares y nos desviamos. Nuestras acciones hablan mal de nosotros ante Dios, pero las palabras de Jesús sobre nosotros son palabras de amor ante el trono del Padre.

Para ponerlo en términos laborales, imagine el temor que podría tener un ingeniero joven cuando lo llaman a conocer al jefe del departamento de transporte estatal. ¿Qué podría decirle al jefe? Debe reconocer que el proyecto en el que está trabajando se ha retrasado y está por encima del presupuesto, lo que hace que tenga aún más temor. Pero entonces se entera de que su supervisor, un mentor estimado, también estará en la reunión. Y resulta que su supervisor es un gran amigo del jefe del departamento de transporte desde que estaban en la universidad. El mentor le dice al ingeniero, “no te preocupes, yo me encargo”. ¿El joven ingeniero no tendrá mucha más confianza para dirigirse al jefe en presencia del amigo del jefe?

Hebreos enfatiza que Jesús no es solo un sumo sacerdote, sino que también es un sumo sacerdote que es solidario con nosotros. “Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino uno que ha sido tentado en todo como nosotros, pero sin pecado” (Heb 4:15). En un versículo que mencionamos anteriormente, Jesús le habla a Dios de “un cuerpo has preparado para Mí” (Heb 10:5). Cristo vino en forma corporal genuinamente humana, y realmente vivió como uno de nosotros.

El autor considera que, para poder ser un sumo sacerdote fiel, Jesús debe tener la capacidad de compadecerse de las personas, y no podría hacerlo si no hubiera experimentado las mismas cosas que ellas experimentan. Y por eso dice claramente que Jesús aprendió obediencia. “Aunque era Hijo, aprendió obediencia por lo que padeció” (Heb 5:8). Desde luego, esto no significa que Jesús tenía que aprender a obedecer de la forma en la que lo hacemos nosotros —dejando de desobedecer a Dios. Significa que debía experimentar el sufrimiento y la tentación de primera mano para calificar como sumo sacerdote. Otros versículos expresan la misma idea con un lenguaje igualmente expresivo, diciendo que el sufrimiento de Jesús lo “hiciera perfecto” (Heb 2:10; 5:9; 7:28). El significado completo de “perfecto” no solo es “intachable”, sino también “completo”. Jesús ya era intachable, pero para que calificara para ser nuestro sumo sacerdote, necesitaba que esos sufrimientos lo completaran para el trabajo. ¿De qué otra manera podría haberse identificado con nosotros en las luchas diarias en este mundo?

Lo que más nos anima aquí es que este sufrimiento y aprendizaje se dio en el contexto de la obra de Jesús. Él no viene como una clase de antropólogo teológico que “aprende” sobre el mundo de una forma distante y clínica, o como un turista que viene de visita. En cambio, se entrelaza en el tejido de la vida real humana, incluyendo el trabajo real humano. Cuando enfrentamos problemas en el trabajo, podemos acudir a nuestro sumo sacerdote compasivo, estando totalmente seguros de que Él conoce de primera mano lo que estamos experimentando.