Dios trabaja para mantener su promesa (Génesis 9-11)

Comentario Bíblico / Producido por el Proyecto de la Teología del trabajo

El pacto de Dios con Noé (Génesis 9:1-19)

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De nuevo en tierra seca, con un nuevo comienzo, el primer acto de Noé es construir un altar para el Señor (Gn 8:20). Aquí él ofrece sacrificios que agradan a Dios, quien decide no volver a destruir la humanidad “mientras la tierra permanezca, la siembra y la siega, el frío y el calor, el verano y el invierno, el día y la noche, nunca cesarán” (Gn 8:22). Dios se compromete en un pacto con Noé y sus descendientes, diciendo que nunca va a destruir la tierra con un diluvio (Gn 9:8–17). Dios da el arcoíris como señal de Su promesa. Aunque la tierra ha cambiado radicalmente, los propósitos de Dios para el trabajo siguen siendo los mismos. Él repite Su bendición y Sus promesas de que Noé y sus hijos serán fecundos y se multiplicarán y llenarán la tierra (Gn 9:1). Él ratifica Su promesa de provisión de alimento por medio del trabajo (Gn 9:3). A su vez, Él establece requisitos de justicia entre los humanos y para la protección de todas las criaturas (Gn 9:4–6).

La palabra hebrea traducida como “arcoíris” se refiere simplemente a un arco, una herramienta de batalla y caza. Waltke menciona que en las mitologías antiguas del Cercano Oriente, las estrellas en forma de arco se asociaban con la ira u hostilidad del dios, pero que “aquí el arco del guerrero está colgado, y no apunta a la tierra”.[1] Meredith Kline nota que “el símbolo de la guerra y la hostilidad divina se ha transformado en una señal de reconciliación entre Dios y el hombre”.[2] El arco colgado se alza desde la tierra hacia el cielo, extendiéndose en los horizontes. Un instrumento de guerra se convierte en un símbolo de paz por medio del pacto de Dios con Noé.

Bruce K. Waltke, Genesis: A Commentary (Grand Rapids: Zondervan, 2001), 146.

Meredith G. Kline, Kingdom Prologue: Genesis Foundations for a Covenantal Worldview (Eugene, OR: Wipf & Stock, 2006), 152.

La caída de Noé (Génesis 9:20-29)

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Después de su trabajo heroico a favor de la humanidad, a Noé le ocurre un incidente doméstico lamentable que comienza —como muchas tragedias domésticas y laborales— con el abuso de sustancias, en este caso el alcohol (agrega a la lista de las innovaciones de Noé la producción de bebidas alcohólicas, en Gn 9:20). Después de embriagarse, Noé se desmaya desnudo en su tienda. Su hijo Cam entra, lo ve en este estado y alerta a sus hermanos, quienes entran a la tienda con prudencia y de espaldas, y cubren a su padre sin mirarlo en su desnudez. Para la mayoría de lectores modernos es difícil entender qué es tan vergonzoso o inmoral en esta situación, pero Noé y sus hijos entienden claramente que esto era un desastre familiar. Cuando Noé vuelve en sí y se entera, su respuesta destruye para siempre la tranquilidad de la familia. Noé maldice los descendientes de Cam a través de Canaán y los hace esclavos de los descendientes de sus otros dos hijos, lo que sienta las bases para miles de años de enemistad, guerra y atrocidad entre la familia de Noé.

Puede que Noé sea la primera persona de gran prestigio que cae en desgracia, pero no es la última. Pareciera que la grandeza nos vuelve vulnerables al fracaso moral, especialmente en nuestras vidas personales y familiares. En un instante, todos podríamos nombrar una docena de ejemplos en el panorama mundial. El fenómeno es tan común que resulta en proverbios bíblicos como, “delante de la destrucción va el orgullo, y delante de la caída, la altivez de espíritu” (Pr 16:18), o dichos coloquiales como “cuanto más grandes, más duro caen”.

Noé es sin duda una de las grandes figuras de la Biblia (Heb 11:7), así que la mejor respuesta es no juzgarlo, sino pedirle a Dios Su gracia para nosotros mismos. Si estamos buscando la grandeza, es mejor buscar primero la humildad. Si llegamos a ser grandes, es mejor rogar a Dios por gracia para evitar el destino de Noé. Si hemos caído en forma similar a Noé, confesemos rápidamente y pidámosle a los que están a nuestro alrededor que nos ayuden a no convertir una caída en un desastre al justificarnos a nosotros mismos.

Los descendientes de Noé y la torre de Babel (Génesis 10:1-11:32)

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En lo que se denomina la Tabla de Naciones, Génesis 10 menciona primero los descendientes de Jafet (Gn 10:2–5), después los descendientes de Cam (Gn 10:6–20), y finalmente los descendientes de Sem (Gn 10:21–31). Entre ellos se destaca el nieto de Cam, Nimrod, por su importancia para la teología del trabajo. Nimrod funda en Babilonia un imperio de hostilidad manifiesta. Él es un tirano, un cazador temido y poderoso y sobre todo, un constructor de ciudades (Gn 10:8–12).

Con Nimrod, el constructor de ciudades tirano, presente en nuestra memoria, llegamos a la construcción de la torre de Babel (Gn 11:1–9). Babel, como muchas ciudades en el Cercano Oriente antiguo, es diseñada como el recinto amurallado de un gran templo o zigurat, una torre de escaleras con ladrillos de adobe diseñada para alcanzar el reino de los dioses. Con tal torre, la gente podría subir al reino de los dioses y los dioses podrían descender a la tierra. Aunque Dios no condena este deseo de alcanzar los cielos, vemos en ello la ambición de engrandecimiento propio y el pecado creciente del orgullo que lleva a las personas a construir una torre tan imponente. “Vamos, edifiquémonos una ciudad y una torre cuya cúspide llegue hasta los cielos, y hagámonos un nombre famoso, para que no seamos dispersados sobre la faz de toda la tierra” (Gn 11:4). ¿Qué querían? Fama. ¿Qué temían? Ser dispersados y no convertirse en una multitud. La torre que quisieron construir parecía enorme para ellos, pero el narrador de Génesis sonríe mientras nos cuenta que era tan insignificante que Dios “descendió para ver la ciudad y la torre” (Gn 11:5). Tan diferente a la ciudad de paz, orden y virtud, que son los propósitos de Dios para el mundo.[1]

El inconveniente de Dios con la torre es que les daría a las personas la esperanza de que “nada de lo que se propongan hacer les será imposible” (Gn 11:6). Como Adán y Eva antes, ellos intentan usar el poder creador que tienen por ser portadores de la imagen de Dios para actuar en contra de los propósitos de Dios. En este caso, planean hacer lo opuesto a lo que Dios ordenó en el mandato cultural. En vez de llenar la tierra, intentaron concentrarse en un solo lugar; en vez de explorar la plenitud del nombre que Dios les dio (adam, “raza humana” [Gn 5:2]), decidieron buscar la fama. Dios ve que su arrogancia y ambición están fuera de control y dice, “vamos, bajemos y allí confundamos su lengua, para que nadie entienda el lenguaje del otro” (Gn 11:7). Entonces, “los dispersó el Señor desde allí sobre la faz de toda la tierra, y dejaron de edificar la ciudad. Por eso fue llamada Babel, porque allí confundió el Señor la lengua de toda la tierra; y de allí los dispersó el Señor sobre la faz de toda la tierra” (Gn 11:8–9).

Estas personas provenían originalmente de un mismo linaje, todos descendientes de Noé por medio de sus tres hijos pero, después de que Dios destruyera la torre de Babel, los descendientes de estos hijos se desplazaron a diferentes partes del Medio Oriente: los descendientes de Jafet se fueron al oeste, a Anatolia (Turquía) y Grecia; los descendientes de Cam fueron al sur a Arabia y Egipto; y los descendientes de Sem se quedaron en el oriente en lo que conocemos ahora como Irak. Con estas tres genealogías en Génesis 10, descubrimos dónde se desarrollaron las divisiones nacionales y tribales en el Cercano Oriente antiguo.

Sin embargo, no debemos concluir a partir de este estudio que las ciudades en sí son malas, porque no es así. Dios le dio a Israel su capital, Jerusalén, y la morada final del pueblo de Dios es Su ciudad santa que desciende del cielo (Ap 21:2). Lo que desagrada a Dios no es el concepto de “ciudad”, sino el orgullo que podríamos relacionar con las ciudades (Gn 19:12–14). Pecamos cuando miramos el triunfo y la cultura cívica en vez de mirar a Dios como nuestra fuente de significado y dirección. Bruce Waltke concluye su análisis de Génesis 11 con estas palabras:

Separada de Dios, la sociedad es totalmente inestable. Por una parte, la gente busca sinceramente el significado de la existencia y la seguridad en su unidad colectiva. Por otra parte, tienen un apetito insaciable de consumir lo que otros poseen… En el corazón de la ciudad del hombre está el amor por sí mismo y el odio por Dios. La ciudad revela lo que el espíritu humano siempre querrá usurpar, el trono de Dios en el cielo.[2]

Mientras que la dispersión de las personas puede parecer un castigo de Dios, realmente es un medio de redención. Desde el principio, Dios planeó que las personas se dispersaran por todo el mundo. Él dijo, “sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra” (Gn 1:28). Al dispersar a la gente después del fracaso de la torre, Dios los hizo regresar al plan de llenar la tierra, lo que resultó a la larga en la hermosa variedad de gentes y culturas que conocemos hoy. Si ellos hubieran completado la torre con su intención maliciosa y tiranía social y hubieran conseguido que nada de lo que se propusieran hacer les fuera imposible (Gn 11:6), no alcanzamos a imaginar las atrocidades que habrían realizado en su orgullo y en la fortaleza de su pecado. La escala del mal que desarrolló la humanidad en los siglos XX y XXI nos da solo un vistazo de lo que la gente podría hacer si todo fuera posible sin la dependencia en Dios. Como lo dijo Dostoevsky, “¿Qué será del hombre sin Dios y sin inmortalidad? Se dirá que todo es lícito”.[3] Algunas veces Dios no nos da lo que queremos porque Su misericordia hacia nosotros es demasiado grande.

¿Qué podemos aprender del incidente de la torre de Babel para nuestro trabajo en la actualidad? La ofensa específica de los constructores fue desobedecer el mandato de Dios de esparcirse y llenar la tierra. Ellos centralizaron no solo su morada geográfica, sino también su cultura, lenguaje e instituciones. En su ambición por hacer algo grandioso (“hagámonos un nombre famoso” [Gn 11:4]), frenaron la extensión del proyecto que haría posible la variedad de dones, servicios, actividades y funciones con las que Dios dota a las personas (1Co 12:4–11). Aunque Dios quiere que las personas trabajen juntas con un fin común (Gn 2:18; 1Co 12:7), Él no nos ha creado para lograrlo por medio de la centralización y acumulación de poder. Él le advirtió al pueblo de Israel sobre los peligros de concentrar el poder en un rey (1S 8:10–18). Dios ha preparado para nosotros un Rey divino, Cristo nuestro Señor, y con Él no hay lugar para una gran concentración de poder en individuos, instituciones o gobiernos humanos.

Así que, podríamos esperar que los líderes e instituciones cristianas se esmeren por otorgarle autoridad a varias personas y que respalden la coordinación, las metas y valores comunes y la toma de decisiones democrática, en vez de concentrar el poder. Pero en muchos casos, los cristianos han buscado algo diferente: la misma clase de concentración de poder que buscan los tiranos y autoritarios, aunque con metas más benevolentes. De este modo, los legisladores cristianos desean el mismo control sobre el pueblo, aunque con el objetivo de hacer respetar la piedad o moralidad. Los empresarios cristianos buscan tanto dominio del mercado como los demás, aunque con el propósito de mejorar la calidad, el servicio al cliente, o el comportamiento ético. Así mismo, los educadores cristianos ambicionan la poca libertad de pensamiento, igual que los educadores autoritarios, solo que con la intención de hacer respetar la expresión moral, la amabilidad y la sana doctrina.

Por buenas que sean estas metas, los sucesos de la torre de Babel indican que son peligrosamente equivocadas (la advertencia posterior de Dios a Israel acerca de los peligros de tener un rey, hacen eco a esta indicación; ver 1S 8:10–18). En un mundo en el que incluso los que están en Cristo siguen luchando con el pecado, la idea de Dios del buen dominio (por parte de los humanos) es dispersar a la gente, el poder, la autoridad y las capacidades, en vez de concentrarlos en una persona, institución, partido o movimiento. Por supuesto, algunas situaciones demandan que una persona o un grupo pequeño hagan uso del poder. Un piloto sería necio si hiciera que los pasajeros votaran por la pista sobre la que debe aterrizar. Pero, ¿podría ser que más frecuentemente de lo que notamos, cuando estamos en posiciones de poder, Dios nos esté llamando a dispersarnos, delegar, autorizar y entrenar a otros en vez de hacerlo todo nosotros mismos? Hacer esto es complicado, poco eficiente, difícil de medir, arriesgado y puede llevar a la ansiedad, pero tal vez esto sea exactamente lo que Dios quiere que hagan los líderes cristianos en muchas situaciones.

Augustine, City of God, book XIX.

Bruce K. Waltke, Genesis: A Commentary (Grand Rapids: Zondervan, 2001), 182-83.

Fyodor Dostoevsky, The Brothers Karamazov, trans. Richard Pevear and Larissa Volokhonsky (San Francisco: North Point Press, 1990), 589.